Accidentes. Según Ronald, el 70 % de los uniformados ha adquirido capacidades especiales por accidentes.

“No me arrepiento porque es la carrera que escogi”

En Guayaquil hay 117 policías con discapacidades físicas debido a balaceras o accidentes. Pese a ello, han decidido continuar con su labor en la institución.

A Jacinto Guilindro nunca se le pasó por la cabeza dejar la Policía. Ni siquiera cuando sintió su uniforme empapado en su propia sangre. Una bala le atravesó el pecho y, con la imagen de sus hijos taladrándole la cabeza, veía cómo el charco rojo se agrandaba sobre la vereda de las calles 5 de Junio y Rocafuerte, en Milagro.

Allí cayó. Allí perdió la movilidad de su brazo derecho y allí se convirtió en uno de los cientos de agentes en servicio activo con alguna discapacidad.

Tenía 42 años y aquella mañana le avisaron que la banda de Rigoberto Castro, alias Patucho Rigoberto, había robado un vehículo que fue visto por la zona que él patrullaba. Era cierto.

En cuanto se acercó al automotor y, tras preguntarle a los tres sospechosos sobre su procedencia, sintió el frío cañón de un revólver restregándole la sien. “Me zafé, hubo una lucha cuerpo a cuerpo e hice roles, pero a lo que me iba a levantar, llegó otro por la espalda y me disparó”, recuerda Jacinto, que ahora tiene 61 años y no tiene movilidad en su brazo derecho por el balazo.

Meses después volvió a su puesto de patrullaje, donde la muerte llegó a tentarlo una vez más. Un accidente de tránsito lo sorprendió mientras hacía sus rondas y no volvió a caminar bien. Pero no fue sino la diabetes que padece la que le arrebató su pierna derecha.

“No me arrepiento porque es la carrera que escogí”, pronuncia con orgullo el policía retirado, quien acudió el martes al Hospital de la Policía a retirar una silla de ruedas donada por la Junta de Beneficencia.

El cabo primero Ronald García, quien gestionó la entrega, lo escucha en silencio y asiente sonriente con esa última frase. Él mismo vivió una situación similar.

Ronald es secretario de la Unidad de Atención al Personal Policial con Discapacidad, una de las dos oficinas operativas a nivel nacional que atiende a los agentes que han quedado lesionados en servicio. La otra está en Quito.

Junto al coordinador de la Unidad, el mayor Eduardo Argüello fue uno de los fundadores de este proyecto en la urbe porteña. Tenía 24 años, apenas dos de haber ingresado a la institución policial, cuando perdió su pierna izquierda.

Fue igual que con Jacinto: un accidente de tránsito durante un patrullaje de rutina. Esto lo hizo luchar para que se abriera este centro de atención para uniformados en su misma situación, que actualmente son 617 a nivel nacional y 117 en Guayaquil.

Un leve cojeo, que el guayaquileño ha aprendido a disimular con los años, sugiere que bajo su pantalón verde aceituna hay una prótesis ortopédica. “Uno nunca termina de adaptarse”, suspira. Tiene 34 años y su muñón se sigue infectando.

Su compañera Lía Quispi abre una fotografía de Ronald que guarda en su computadora. Aparece sonriente, como siempre, sin su pierna. “Cuando se le infecta, le toca venir así”, señala la pantalla con sus manos inmóviles, de plástico.

A la portovejense, de 54 años, le amputaron ambos brazos, cinco centímetros bajo los codos, tras recibir una descarga de 13,200 voltios el 18 de noviembre de 1994.

Era una joven de 30 años, dos de ellos como policía. Estaba de servicio y quiso ayudar a un grupo de personas que ubicaban una antena frente a la Policía Judicial de Milagro.

La descarga no solo le quitó sus extremidades superiores, sino que afectó a su sistema sanguíneo. “Le mentiría si le dijera que uno se adapta. Uno aprende a vivir con la situación”, reflexiona la mujer de 54, también con una sonrisa.

De hecho, ni Ronald ni ella han dejado de sonreír, como si en aquella oficina del Hospital de la Policía, donde ambos prestan su servicio, aquel gesto se contagiara.

Tienen motivos suficientes para estar alegres. Agradecen tener vida y con ella ayudar a través de la Unidad no solo a sus compañeros, sino a sus familiares. “Uno aprende a vivir nuevamente, es duro, pero no imposible, sobre todo si le pone corazón a las cosas”, se despide Lía meneando sus prótesis.