Europa contra las cuerdas

El 8 de noviembre, mientras se gestaba la victoria de Donald Trump, en simbólico contrapunto tenía lugar en Bruselas una conferencia conmemorativa del 80º aniversario del nacimiento de Václav Havel, primer presidente de la Checoslovaquia poscomunista y posteriormente de la República Checa. Su legado, ahora que el mundo se adentra en la era Trump, no podría revestir de mayor importancia, sobre todo para Europa.

Resulta complicado imaginar dos personalidades tan dispares como la de Havel y Trump. El primero, artista e intelectual que luchó toda su vida por la verdad y trabajó sin descanso para sacar lo mejor de sociedades e individuos. El segundo, ególatra charlatán que ha alcanzado el poder a través de la manipulación de las emociones más primarias de las personas.

Los valores de Havel tienen mucho en común con los que, tras la Segunda Guerra Mundial, guiaron la creación del orden liberal mundial, catalizador de niveles de paz y prosperidad sin precedentes. Sin embargo, la elección de Trump apunta a que Estados Unidos abandonará su papel de líder en el mantenimiento del orden internacional.

Surge un vacío estratégico de liderazgo en el orden mundial liberal y con ello la oportunidad -y la necesidad- de que un nuevo actor lo ocupe. Podría -debería- ser el momento de Europa, en el pasado inspiración y actor destacado en este orden. Pero, en estos momentos, la UE carece de la firmeza y la visión que la crítica situación requiere. Sin embargo, procede recordar los hitos del reciente compromiso europeo: la Unión Europea ha sido actor preponderante del Acuerdo sobre el Clima alcanzado en París en junio pasado, tras haber mantenido en soledad internacional durante años la bandera del cambio climático; desempeñó un papel fundamental de inspiración, aliento y acompañamiento en la negociación y el acuerdo nuclear con Irán; y a muchos sorprendió la respuesta unitaria de los Estados miembros a la anexión ilegal de Crimea por Rusia. Pero la UE ha dejado también al descubierto sus carencias para liderar. Los ejemplos también abundan: la precedente conferencia del clima de Copenhagüe de 2009; la intervención en Libia; o la debacle actual de la crisis migratoria.

En definitiva, Europa juega bien en equipo transatlántico, pero no es el mejor capitán, y no por falta de intenciones. Ejemplo de ello fue la malograda Estrategia de Seguridad de la UE de 2003, que trató de situar a la UE en foco de poder global. Lleva razón Federica Mogherini cuando asevera, a la luz de la victoria de Trump, que la UE debe erigirse en “poder indispensable”. Este planteamiento rezuma convicción pero, como tan a menudo ocurre en Europa, realidad y retórica operan en planos muy distantes. La pobre acogida que ha tenido la convocatoria de una reunión de urgencia de ministros de exteriores a continuación de las elecciones en EE.UU, nos recuerda con cierta dureza cuánto camino le queda por recorrer a Europa para ocupar la vacante que crearía la renuncia de Trump a asumir las responsabilidades de su país en el mantenimiento y salvaguardia del orden global. Pero la UE carece de la perspectiva y la entereza necesarias para esta empresa. Erigirse en polo de influencia requiere magnetismo.

En pleno brexit y huérfana de equipo trasatlántico al que contribuir, la UE corre el peligro de desmoronarse. Y no es descartable que termine operando como plataforma de su inherente poder hegemónico: Alemania.

Los Estados miembros, así como la Unión, pueden contribuir en este ámbito; y el esfuerzo sostenido para coordinar y dibujar las líneas de la defensa europea podría reforzarse.

Europa tiene el potencial para desempeñar un papel de liderazgo en el mundo, pero le falta la dedicación y confianza en sí misma necesarias. Es tiempo de reconocerlo, y enfrentarse al verdadero reto que atenaza al orden liberal mundial.

Project Syndicate