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Joaquín Hernández: Intermezzo napoleónico

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El problema de la película no son sus infidelidades históricas sino el resultado. El personaje pierde todo contexto y se vuelve ininteligible

El Napoleón de Sir Ridley Scott tiene muy poco que ver con el Napoleón histórico. El director británico ha aclarado que una película no es un libro de historia. La veracidad de la ficción tiene sus propias leyes. No importa desde este punto de vista, por ejemplo, que Napoleón no hubiese estado presente, confundido entre el pueblo, en la decapitación de María Antonieta. Que tampoco haya sido cierto que abandonó irresponsablemente la campaña de Egipto por un chisme sobre la última infidelidad de Josefina. Para entender a Napoleón parece decir la película, basta, por un lado, ver batallas y batallas; por otro, practicar el voyerismo en sus frustradas relaciones amorosas.

El problema de la película no son sus infidelidades históricas sino el resultado. El personaje pierde todo contexto y se vuelve ininteligible. Gracias a Scott, Napoleón queda disminuido de tamaño. Cualquiera hubiera podido serlo. ¿Cualquiera hubiera podido sentar a los reyes de Europa a negociar condiciones, diseñar nuevas fronteras y naciones? ¿Crear un código como el Civil francés, reformar la universidad e instituciones que aún perduran? Por lo demás, las guerras napoleónicas que duraron quince años no fueron producto de una loca sed de conquistas sino resultado del nuevo orden que trajo la Revolución Francesa. En ese sentido, Napoleón trató de imponerlo igual que a la filosofía de la Ilustración. No por azar, el Congreso de Viena de 1815, después de su exilio definitivo, instauró el orden anterior a la Revolución.

Un contemporáneo de Napoleón, el Hegel maduro, en la plenitud de su reconocimiento como filósofo, escribió a propósito de figuras como la de Napoleón, a quien había visto de joven en la batalla de Jena: “Dice un sabido proverbio que para un ayuda de cámara no hay ningún héroe; yo he añadido -y Goethe lo ha repetido diez años más tarde- que esto sucede no porque el héroe no lo sea, sino porque el otro es el ayuda de cámara. Éste quita al héroe las botas, lo ayuda a acostarse, sabe que prefiere beber champán, etc. Las personalidades históricas, servidas en la historiografía por semejantes ayudas de cámara psicológicos, quedan muy malparadas; quedan niveladas por estos sus ayudas de cámara en la misma línea, o seguramente unos peldaños más abajo, de la moralidad de estos finos conocedores de hombres”.