Los locales la mayoría del tiempo pasan vacíos, la situación se ha tornado alarmante para los comerciantes porque no obtienen ganancias.

Veintitres grises Navidades en Puerto Hondo

Los comerciantes del Paradero de comidas, año tras año, se han mantenido a la espera de que la promesa de ser el punto turístico de Guayaquil se cumpla. Sin embargo, los platos sin pavo en Nochebuena extingue su esperanza.

Sofía pasa las palmas de sus manos por su rostro, suspira. Seca el sudor que cae por su frente y continúa. Con su brazo estirado menea una franela verde, esboza una sonrisa, un auto se acerca. Posiblemente sea un comensal y, quizá, se trate del primer dólar que ganará aquel viernes. Faltan tres semanas para que sea Navidad, pero las ilusiones de ahorrar para esta festividad se desvanecen, el vehículo gira hacia la derecha, no se estaciona en el Paradero de comidas de Puerto Hondo (vía a la costa) y continúa su marcha mientras deja una estela de polvo.

“A veces no tenemos ni para la cena”, dice desesperada Sofía, de 65 años. Mira a su alrededor, no deja de esperar a que llegue un cliente. A diario lucha con la incertidumbre de si obtendrá los $ 80 dólares que necesita para cubrir lo que gasta en los productos de su cocina. Por ahora, en la caja chica solo tiene unas cuantas monedas. A las 6:00 Sofía abre su local y cierra a las 20:00, algunos días espera hasta 22:00 para ver si alguien llega.

Sofía relata cómo hace 23 años los habitantes de Puerto Hondo escucharon a León Febres-Cordero decir que esta parroquia de Guayaquil sería el punto turístico de la ciudad con 28 locales gastronómicos. Sin embargo, 276 meses después siguen pisando el mismo cemento con baches que les prometieron que cambiaría; tras 8395 días, solo 10 de ellos siguen funcionando, resguardados por una estructura de hierro descolorida que cada día la consume el óxido.

Son las 12:00 y el olor a grasa pulule en el ambiente. La comerciante del puesto número 25 mueve un muslo de pato que nada en una olla. Asegura, con orgullo que es el mejor seco del Puerto Principal. En sus manos se dibujan cicatrices que le regalaron los cuchillos con los que corta el plátano verde, las quemaduras del aceite hirviendo le recuerdan diariamente lo que le ha costado sostener su local de 6 metros cuadrados.

Con la poca paciencia que tiene añora a que llegue el domingo para recuperar los días que no ha vendido sus preparaciones. Cuando todo va bien llega a obtener entre 15-20 dólares, pero siguen sin ser rentables. En su casa viven seis personas y solo dos, incluyendo a Sofía, trabajan.

“No sé qué pasará para estas épocas (Navidad). Cuando me iba bien con mija hacíamos gelatina y canguil para los niños y les comprábamos juguetes. Pero nunca alcanzó para un pavo o un jamón. Mire, esto está vacío”, dice y señala los puestos abandonados de los últimos vendedores que decidieron cerrar sus locales por la falta de visitantes.

Puerto Hondo, ¿tierra de nadie?

El 12 de octubre de 1976, en el kilómetro 16,5 de la vía a la Costa, siete casas de caña se alzaron al pie del Estero Salado. Las siete familias se transformaron en 100 moradores, quienes demandaron ante el Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización la legalización de los terrenos en los que habían formado sus hogares. Tras sus certificaciones como propietarios legítimos, en 1977, el municipio de Guayaquil tomó jurisdicción de la zona.

La administración de León Febres-Cordero arregló las calles, creó un parque, instaló la red de energía eléctrica y agua potable; además ordenó la construcción de un paradero de comidas que ofrecería a los turistas platos típicos ecuatorianos. Un proyecto que ayudaría al emprendimiento y comercio de los lugareños pero, dos décadas después, la realidad es otra.

Las peticiones de los comerciantes fueron escuchadas dos veces: durante la inauguración y en medio de campañas políticas. Lejos de estos eventos, deben regirse a la espera de que sus oficios sean leídos por las autoridades. Sus requerimientos llegaron a tres alcaldes: León Febres-Cordero, Jaime Nebot y Cynthia Viteri. De los tres han tenido la misma respuesta: muy pronto harán algo, enviarán a encargados para que evalúen su situación y los ayuden.

Los vendedores aseguran que, de forma trimestral, pagan entre 60 a 138 dólares —de acuerdo al metraje— por tener su local en el paradero de comidas. Sofía y Flor cada tres meses se acercan a una ventanilla del Palacio Municipal para dar la renta que les corresponde. La persona encargada de controlar que los depósitos estén al día es el director de Aseo Cantonal, Mercados y Servicios Especiales, Gustavo Zúñiga, quien preside el puesto desde 1992. Zúñiga afirma que, desde 2013, el cobro de las rentas terminó. Sin embargo, los comerciantes aseguran que hasta septiembre de 2019 depositaron el valor y que en estos días acudirán para responder por el valor del último trimestre de este año.

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“Eso le corresponde al Ministerio de Transporte y Obras Públicas”, dice Zúñiga. Asegura que el paradero quedó bajo las órdenes del MTOP desde que se construyó una vía de 7,82 km que atraviesa Puerto Hondo hasta las urbanizaciones asentadas en Puerto Azul y Chongón. No obstante, desde ese ministerio explicaron que solo las vías son su responsabilidad, pero lo demás queda fuera de sus manos. Entonces, ¿quién soluciona los problemas de los comuneros? Ni las autoridades lo saben en medio de contradicciones.

Un bucle de problemas

Los comerciantes del paradero cada día añaden un problema más a su lista de carencias. “Yo he visto que en el municipio hay de todo, pero ellos no vienen a darnos una manito para nada, ni en electricidad o soldadura”, comenta Flor, comerciante. Ella, al igual que Sofía, vende sus maduros lampreados y tortillas de verde a $ 1.50 y $ 2.

La mujer, de 40 años, pasa un trapo por las mesas de su local. “Niña, si pusieran una publicidad la gente vendría”, comenta. Los vehículos que transitan por vía a la Costa, lo único que ven en el trayecto es una cubierta amarilla polvorienta con unas rejas verdes, pero no se puede visualizar qué hay dentro del lugar, por lo que ignoran el lugar y continúan con su viaje.

Flor toma un recipiente y lo llena con el agua que reposa en un barril azul. Los locales no poseen un sistema de agua potable para que puedan abastecer sus necesidades en la cocina; para “ayudarlos” una vez a la semana un tanquero del cabildo les brinda el servicio. Sin embargo, esto les dura un día, por lo que deben pagar $ 5 dólares diarios a una persona que los proporciona de más litros. Pero esto no es su única carencia. Las conexiones eléctricas no tienen la suficiente potencia para que puedan conectar una refrigeradora, así que diariamente compran a $ 2.50 un bloque de hielo.

La comerciante invierte entre 60 a 80 dólares en la compra de los productos que necesita para preparar su menú: $ 30 para 10 libras de cerdo; $ 8 para una caja de plátano verde; $ 25 para harina, azúcar, aceite y condimentos. Esto sumado a otros gastos, le representan a la semana $ 493,5. La cantidad es exorbitante si se tiene en cuenta que, quizá, al mes gane $ 560.

Mónica prefiere evitar las respuestas sobre la Navidad, “nunca he comido un pavo”, dice. Acepta que de vez en cuando se ha ilusionado con la idea de comprarse una conjunto de ropa y un bolso, pero sabe que no lo hará, como todos los años, esta Navidad no será diferente.

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“Yo vivo el día, mija”, dice Beatriz. Tampoco piensa en qué preparará en la cena de Nochebuena. No le interesa eso ahora, solo puede planificar cómo obtendrá los $ 138 que debe pagar en el Municipio.

“Una señora se fue a Chongón a hacer bloques, no vendía nada”, cuenta la mujer, sus caderas amplias se chocan de forma constante con el corto espacio que tiene en su cocina. “Yo no dejo este lugar porque a mi edad (50) qué más puedo hacer”, finaliza.

Dos familias se acomodan en uno de los locales, Sofía, Flor y Beatriz siguen a la espera. El día continúa nublado, el olor a humedad se mezcla con el de las frituras. Diciembre comenzó y trajo consigo el invierno. “Ya mismo caen las lluvias y verá cómo esto se llena de lodo”, comenta Sofía.

En el abismo de una zanja

De acuerdo al testimonio de Sofía, la primera alcaldía socialcristiana prometió que la zanja se arreglaría de forma rápida. Han pasado 23 años.

En medio del invierno la zanja se convierte en el hogar de cucarachas, grillos y ratas. “Si viera, niña. ¡Esas ratas jugaban en nuestros pies!”, exclama con asco la mujer de 60 años. Después de que insistieran durante semanas al Municipio les enviaron a personal que puso veneno en la zona.

“Solo aparecen los supervisores cuando no se ha pagado. Si nos atrasamos nos clausuran, nos quieren sacar. Nos tratan mal”, denuncia.

Como por inercia, al oír el motor de un auto, la mujer se levanta de golpe de su silla; los demás comerciantes al mismo compás le hacen señas al conductor. Intentar captar su atención. El carro circula de forma lenta por la calle, el hombre observa y analiza a qué puesto irá. Toma su decisión. No es Sofía, ni Flor y tampoco Beatriz. Las mujeres se resignan y van a sus locales. “Por lo menos de aquí saco para mi comida”, susurra la cocinera mientras apunta hacia sus maduros lampreados.

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