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Rubén Montoya | Megasueldos inmorales

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...no puede un contrato, por muy colectivo que sea, por muy firmado que esté, generar abusos y privilegios que rompan el principio de igualdad...

No es nueva en el país la denuncia de que hay funcionarios, de segundo nivel, que ganan fortunas por su ‘trabajo’. Ecuador soportó por décadas un asalto a sus arcas por parte de burócratas privilegiados, al que los bandoleros que lo firmaban y santificaban llamaban “realidades de mercado” o “contrato colectivo”. Tenían una muletilla con la cual se defendían los sinvergüenzas para respetar lo que dijera el mamotreto: “el contrato es ley para las partes”. Y ya.

Entonces había ineptos (o rateros, que es igual, porque un inepto le roba al país) que los firmaban en nombre del Estado, en sus calidades de presidentes de directorios, gerentes generales o ministros. Y se suponía que había que respetar los ‘acuerdos’, aunque tuvieran cláusulas ilegales como inventarse sueldos adicionales que duplicaban los ingresos o bonificaciones no previstas en la ley para casos de despido, efemérides de lo que sea o aguinaldos.

Es simple el principio legal, aunque los abogados de los burócratas dorados justifiquen su honorario con sofismas baratos: no puede un contrato, por muy colectivo que sea, por muy firmado que esté, generar abusos y privilegios que rompan el principio de igualdad ante la ley. A ver si queda claro: TODOS somos iguales ante la ley. ¿Se imaginan a un trabajador privado que se lleve por renunciar a su puesto cuatro años de sueldo, aunque haya trabajado solo uno? ¿Se imaginan a un, digamos, supervisor de lo que sea, un auténtico ‘guarever’, ganar tres veces más que el gerente general? Trasladado al sector público el símil, ¿cómo puede hoy el tesorero de una empresa cualquiera ganar el triple de lo que gana el presidente de la República?

Pues eso aún pasa en varias instituciones del Estado, sobre todo en las relacionadas con los sectores petrolero y eléctrico. La decisión ministerial, tomada el pasado fin de semana, de poner un techo a los sueldos dorados es legal y justa.

Pero más allá de eso, demuestra que para impedir que los megainmorales se sigan beneficiando de sus ilegítimos megasueldos, solo hace falta tener una pizca de eso que los analistas llaman “voluntad política”. Y yo lo llamo decencia.