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Jorge Heine | Vacilando mientras Haití arde

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¿Quién mejor para rescatar a millones de haitianos inocentes antes de que se hundan otra vez en la violencia, la disfunción y el hambre?

El primer ministro de uno de los países más grandes del Caribe viaja a África oriental para pedir ayuda policial contra la violencia de las pandillas, que hace poco atacaron la penitenciaría nacional y liberaron a 4.000 presos. Fracasado el intento, sobrevuela otra vez el Atlántico, pero su avión no puede aterrizar porque las bandas tomaron el control del aeropuerto. Un país vecino le niega permiso de aterrizaje y termina en un tercer país, mientras el sanguinario jefe de una de las principales pandillas exige su renuncia. Potencias extranjeras expresan preocupación, pero el desafortunado primer ministro queda librado a su suerte. La disolución estatal y la creciente agitación civil impiden hasta las actividades más básicas, y crece el temor a la hambruna. Al final, el primer ministro desterrado acepta renunciar en cuanto se forme un consejo de transición; pero los jefes de las bandas ahora exigen tener presencia permanente en cualquier nuevo gobierno. Puede parecer la trama improbable de una telenovela barata, pero es exactamente lo que está sucediendo en Haití.

Desde el asesinato de su presidente Jovenel Moïse en julio de 2021 está sumido en el caos, mientras el gobierno es incapaz de imponer algún orden. Hace ya muchos años que no hay elecciones, y el primer ministro no electo, Ariel Henry, carece de legitimidad. Pero había podido contar con el pleno respaldo del gobierno estadounidense, hasta ahora. Hace algunos años, las autoridades haitianas hicieron un intento serio de crear una fuerza de policía profesional. Pero la Policía Nacional de Haití, diezmada en choques con las pandillas y desmoralizada por la falta de apoyo del gobierno, se ha convertido en la sombra de lo que fue. Las fuerzas armadas, que eran más conocidas por su propensión a derrocar gobiernos que por sus hazañas militares, han sido disueltas hace tiempo. El gobierno haitiano lleva más de un año buscando desesperadamente ayuda de la comunidad internacional, sin éxito. Naciones Unidas calcula que solo en 2023 unas cuatro mil personas murieron en actos de violencia relacionados con las pandillas y otras tres mil fueron secuestradas. Y sin embargo, ningún país del hemisferio occidental ha querido involucrarse en forma directa.

Mientras Haití arde, periodistas y analistas han vertido un sinnúmero de razones por las que la comunidad internacional no debería intervenir. Otros comentaristas ponen el acento en los aparentes fracasos de Minustah, la misión que la ONU envió a estabilizar Haití entre 2004 y 2017 (tuvieron una actuación central en ella: Brasil, Chile, Argentina y Uruguay). Ahora que la región (Latinoamérica) pierde relevancia en la escena internacional, le vendría muy bien intervenir para dar respuesta a la crisis más urgente de su vecindario. Pero si el argumento moral para dar ayuda al país más pobre y más sumido en crisis del hemisferio no tiene mucho peso en el clima político internacional de estos días, tal vez sirva apelar al más puro interés propio. Dejar que los haitianos “se cuezan en su propio caldo” (mi paráfrasis de la situación actual) no solo es cínico y éticamente indefendible; es simplemente estúpido. Los estados fallidos tienen propensión a convertirse en centros del delito internacional organizado, el terrorismo y el narcotráfico. ¿De veras queremos una Somalia en el Caribe?