Las prostitutas son algunos de los personajes con quienes los taxistas suelen tener anécdotas.

No solo de pan viven los taxistas

Propuestas sexuales y hasta amistades inesperadas son algunas de las curiosidades que les ocurren detrás del volante. En unos casos, les ha tocado dejar pasajeros para evitar consecuencias.

La caricia de una muchacha bien ‘puesta’ aún inquieta a Lenín Ortiz, un taxista de 53 años. Mientras él llevaba a un cabaret a la blanca y atractiva jovencita, ella, con su mano izquierda, le recorría el cuello y el hombro como un barco surcando el mar. Esa mano casi llega a la entrepierna de Ortiz, pero él la paró en ‘seco’.

Seis años después, el cincuentón piensa en cómo pudo terminar esa lujuriosa experiencia. Quizá, si seguía, ‘coronaba’ esa noche y se iba de ‘cuerpeo’. Tal vez ella quiso seducirlo para luego robarle. O, a lo mejor, ella era una prostituta que buscaba asegurar al primer cliente de la jornada.

Esas tres posibilidades rondan en la cabeza de Ortiz. Él se inclina más por la última. Y es que 11 años de taxismo encima no son pura casualidad. Como él, otros profesionales del volante han tenido experiencias curiosas durante sus recorridos por las calles con pasajeros que se comportan diferente a los demás.

Ortiz recuerda que recogió a la chica por la avenida Delta. Al subir, ella le dijo que era una estudiante y que se iba a encontrar con una amiga en una discoteca en el centro porteño, pero el taxista sabía bien que aquel sitio en realidad era un burdel.

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La fémina tendría unos 23 años y era dueña de una esbelta figura con cintura de guitarra. El cabello castaño claro le combinaba con una minifalda color crema. Estaba con una chompa tipo jean.

“Tenía una apariencia de ser tranquila, pero en el camino fue cambiando. Me dijo que si había una oportunidad de ir a disfrutar conmigo, lo hacía. Pero no me gustó su actitud”, contó Lenín.

Mientras él conducía, la vio metiéndose la mano en sus partes íntimas. Luego, ella la colocó en el apoya - cabeza del asiento del chofer, para después rozar suavemente la yema de sus dedos en el hombro y el cuello de Ortiz, hasta casi terminar en el cierre de su pantalón.

Ese último paso le dio desconfianza al hombre, quien le pidió a la fémina que se bajara a mitad del trayecto. Para bien o para mal, no sabía qué ocurriría luego. No podía arriesgarse.

En otras ocasiones sí le ha tocado llevar a prostitutas, incluso con sus ‘chulos’, pero nunca le había pasado algo parecido.

Lenín dice que ese tipo de pasajeros evitan contar sus intimidades frente a los taxistas. Generalmente la única charla que mantienen es sobre cuántos ‘puntos’ (encuentros sexuales) ha hecho en el día y si le fue bien o no.

Esa misma tónica la ha vivido William Catuta, quien tiene 19 años más en el taxismo que Ortiz. Él también describe que las sexoservidoras y sus hombres son de poco hablar cuando le solicitan una carrera.

Ambos choferes no solo tienen en común las 10 o 12 horas que ‘camellan’ tras un volante. También charlan de vez en cuando, al toparse en una pequeña cafetería en las calles Ayacucho y la 17, que se ha convertido en un punto de encuentro nocturno improvisado para los taxistas.

William recordó que también pasó por un hecho similar al de Lenín.

Fue una ocasión en que una sexoservidora transexual le solicitó una carrera. Algo que no era novedad para William, pues siendo un taxista nocturno, en otras ocasiones ya había trasladado a dichas personas. Pero esa situación fue distinta.

Su pasajera se subió al taxi cruzando la pierna y haciendo alborotar su cabellera negra. El vestido blanco y brillante pegado al cuerpo que cargaba, resaltaba en la oscuridad. Ella nunca le dijo a dónde iba, solo le indicó que vaya hacia el sur. Pero el recorrido duró un poco más de una cuadra. Ella le hizo una propuesta que a William no le agradó. Le ofreció hacerle sexo oral por cinco dólares.

“Yo le dije, uy, ¡bájese papá lindo!”, cuenta entre risas, aunque asegura que en ese momento inesperado frunció el ceño. La usuaria abrió la puerta lentamente, como esperando un cambio de respuesta. “No te pongas bravo, tranquilo”, le dijo ella al salir del vehículo.

El expreso del ‘chongo’

A Pedro Flores, un hombre de 70 décadas de existencia, ¡¿qué no le ha pasado en sus 40 años en el gremio amarillo?! Tiene mucho que contar. Pero, sin duda, su mejor época en la profesión fueron los 10 años en que se estacionaba fuera de un ‘night club’, cerca de la ‘zona rosa’ del Puerto Principal.

Se acostumbró a trabajar en el exterior del sitio porque escuchó comentarios de que las carreras eran ‘pepas’. Desde que empezó, no solo se ganó buen billete, sino que hasta se hizo amigo de algunas prostitutas del lugar y en poco tiempo, se convirtió en el conductor de confianza de las chicas. Las iba a recoger y a dejar a sus casas. También las llevaba a los hoteles junto con los clientes y las esperaba hasta que salgan.

Con ese ir y venir, él hasta aprendió sus expresiones físicas. “Yo las conocí muy bien. Cuando bajaban sonriendo del hotel es porque les había ido de maravilla”, describe. Estiraban los labios levemente hacia los lados, como cuando a uno le dan una buena noticia, pero está en un sitio en el que debe guardar la compostura.

Pedro también aprendió a reconocer cuando el acto sexual fue agotador para ellas. Lo percibía cuando salían del hostal caminando despacio, a veces cojeando. “Bajaban adoloridas y me decían que pasemos por una botica para comprar un medicamento para la inflamación vaginal”, explica.

“A veces ellas se quejaban porque habían clientes exigentes que les pedían hacer de todo... los ‘tres platos’, por un mismo precio”, citó el hombre. Y es ahí cuando él hacía las veces de psicólogo. Les aconsejaba que dejen las reglas claras al cliente antes de ir a la acción.

A muchas, Pedro las invitó a tomar un café en el mismo sitio donde suele coincidir con William y con Lenín. Allí, entre cada sorbo de la caliente bebida, charlaban de los deberes de los hijos de ellas, las deudas, las cosas del hogar y todo lo cotidiano de la vida fuera de los ‘puntos’.

Al risueño taxista también le tocó llevarlas a fiestas entre ellas, en la casa de alguna colega. Juergas que, contrario a lo típico, eran matutinas y en las que ‘zumbaba’ la ‘biela’. Él no entraba. Solo las dejaba y las recogía.

Actualmente, el septuagenario muy poco va a estacionarse a ese ‘chongo’. Ya no está para esos ‘trotes’. Pero para él y sus compañeros, siempre habrá una aventura en la ‘nave’ amarilla.