La ola de odio en Francia

La inesperada victoria de Emmanuel Macron en la elección presidencial de 2017 hizo que Francia pareciera un refugio a salvo del populismo que sacude la política europea. Su triunfo fue un alivio para una gran mayoría de franceses y para otros gobiernos en la UE y en todo el mundo. Pero la victoria incitó en sus oponentes de extrema derecha e izquierda una forma de histeria rayana en la locura. Las protestas de los “chalecos amarillos”, cada vez más violentas, racistas y antisemitas, son manifestación visible de esa furia. Parte de la culpa es de Macron y de la insensibilidad tecnocrática de miembros de su equipo. El brusco aumento de impuestos a los combustibles -pensado para promover la agenda climática del presidente y ayudar, marginalmente, a equilibrar las cuentas fiscales- castigó desproporcionadamente a votantes rurales y suburbanos, que ya padecían estrechez económica. Así comenzó la rebelión de los chalecos amarillos. Las protestas se redujeron en tamaño y aumentaron en violencia, y los extremistas focalizaron su odio en Macron y en lo que representa: una Europa fuerte, democrática y próspera, capaz de actuar con autoridad en el mundo. Los participantes de las protestas son extremadamente violentos en palabras y actos. Casi no pasa un día sin que Macron y su esposa reciban amenazas de muerte. Esto recuerda los violentos ataques contra Léon Blum, socialista, primer ministro de Francia a mediados de los treinta. Charles Maurras, prominente ensayista y periodista católico de entreguerras, dijo que Blum era “un monstruo”, “un hombre que merece que le peguen un tiro, pero por la espalda”. Hoy, el diputado ultraizquierdista François Ruffin airea su odio a Macron en términos similares. Nunca desde los años treinta había experimentado Francia semejante histeria contra un dirigente político en ejercicio. Los manifestantes han destruido y saqueado tiendas, incendiado edificios públicos, oficinas de parlamentarios e incluso la residencia privada del presidente de la Asamblea Nacional. Han amenazado a diputados (hasta con armas de fuego), han asaltado redacciones de diarios y más de 1.500 oficiales de policía han resultado heridos. Pero no habrá guerra civil. Una mayoría clara y amplia de franceses están molestos y conmocionados por la ola de violencia e intolerancia. Y la forma en que Macron enfrentó la crisis con autocontrol y sin apartarse de su agenda de reformas le está haciendo recuperar legitimidad. Sin embargo, el movimiento de chalecos amarillos está lejos de terminar. Las autoridades deben castigar severamente a los perpetradores de actos de violencia y vandalismo (exigir que compensen a las víctimas) y eliminar cualquier forma de impunidad. Los ataques y actos de destrucción con motivación ideológica deben recibir el tratamiento de delito violento. Menos que eso sería alentar a todo aquel que esté dispuesto a perseguir sus objetivos con violencia. Y hay que enfrentar decididamente las noticias falsas y el abuso de las redes sociales, que ponen en peligro la cohesión social y la democracia misma. El gran “debate nacional ”en encuentros locales y en Internet promovido por Macron está siendo un útil contrapeso, pero terminará el 15 de marzo. Esperemos que su resultado sea un renovado apoyo a las reformas imprescindibles que Francia esperó por décadas.