Columnas

Ruidoso fracaso de un modelo

'¿Cuál es la ciudad con el mayor índice de necesidades básicas insatisfechas? ¿La que tiene mayor nivel de hacinamiento? ¿La más excluyente? ¿Eso es exitoso?’.

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'Nos hemos pasado treinta años elogiando un modelo de administración de la ciudad para el cual nunca ha sido una prioridad la solución de los problemas relacionados con la exclusión social y la miseria'.Segundo Romero

¿Qué es un modelo exitoso de ciudad? Hay muchas respuestas posibles y todas tienen en común un puñado de consideraciones elementales: modelo exitoso es aquel que garantiza a la población un índice razonable de satisfacción de necesidades, una cobertura de servicios básicos al alcance de la mayoría, un sistema eficiente de transporte, una política incluyente sobre el espacio público, una distribución equitativa de áreas verdes… En fin: un modelo exitoso de ciudad tiene que ver, en primer lugar, con la calidad de vida de sus habitantes.

En la región hay brillantes ejemplos. A menudo se ha citado a Curitiba como un modelo de gestión del transporte público. Pero el caso más deslumbrante es, sin duda, Medellín. Ciudades que cumplen todos los requisitos anteriores y los superan largamente con creatividad, inclusión social, sostenibilidad, innovación… A la vista de semejantes ejemplos resulta difícil entender qué clase de retorcido razonamiento ha llevado a los ecuatorianos a aceptar como válida la afirmación, tan repetida, de que el sistema de gobierno municipal instaurado por el Partido Social Cristiano en Guayaquil durante los últimos treinta años es un modelo exitoso.

Porque vamos a ver, podríamos llenar esta columna de cifras: llenémosla de preguntas. Considerando las ciudades más pobladas del Ecuador, ¿cuál de ellas tiene el mayor índice de necesidades básicas insatisfechas? El agua potable, por ejemplo, un servicio tan elemental en esta crisis sanitaria, en la que se pide a la población lavarse las manos a cada momento: ¿qué ciudad tiene la menor cobertura de agua potable? Y si la distancia social es la principal arma contra la pandemia, ¿en qué ciudad la gente vive más hacinada? ¿En cuál encontramos el mayor número de barrios donde familias enteras comparten cuartos de pocos metros cuadrados? ¿Y las áreas verdes? ¿Dónde están peor repartidas? En definitiva, ¿cuál es la ciudad más excluyente del país? ¿Y cuál tiene el mayor índice de inseguridad relacionado, precisamente, con esa exclusión?

A principios de los noventa, Medellín era la ciudad más violenta del mundo. Hoy es una de las más seguras gracias a una política de inclusión de los barrios marginales, a los que se proveyó de servicios básicos, se les integró en una red de transporte público de primera calidad, se les dotó de infraestructura cultural y de alternativas para el uso del tiempo libre. En Guayaquil, en cambio, la alcaldesa pide a gritos a la Policía que dispare, porque en treinta años de gobierno municipal de su partido no se ha contemplado ninguna alternativa para luchar contra la inseguridad que no sea el plomo. ¿Eso es un modelo exitoso? ¿En serio?

Hay una tendencia, bastante justificada, a culpar al centralismo por la falta de preparación de la ciudad para afrontar esta emergencia. Y sí: es obvio que ciertas decisiones del gobierno central, tan absurdas como la de eliminar algunas de las instituciones sanitarias históricas y emblemáticas de Guayaquil, contribuyeron a dejarla desprotegida. Pero a la hora repartir responsabilidades el modelo socialcristiano de administración no se queda atrás del centralismo.

Alguna lección tenemos que aprender los ecuatorianos de la crisis del coronavirus. Sobre todo en Guayaquil, donde esa crisis tuvo ribetes de tragedia. Quizá lo primero sea comprender que nos hemos pasado treinta años elogiando un modelo de administración de la ciudad para el cual nunca ha sido una prioridad la solución de los problemas relacionados con la exclusión social y la miseria. Y que ya es hora de cambiarlo.