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Del efecto-Lasso a la fórmula-Lasso

Avatar del José Hernández

En ese contexto, él debe fidelidad a su lucha contra el correísmo y a su compromiso de respetar la independencia de la Justicia y no componer con los delincuentes

La tentación es grande de componer con el correísmo. De pensar que la derrota presidencial lo dejó fuera de juego. De creer en lo que dice Rafael Correa. De tomar sus ofrecimientos de dar gobernabilidad por una capitulación.

La tentación es grande de creer que se ofertan los votos de la Asamblea porque al fin los correístas ponen las urgencias del país por encima de sus intereses torvos. O porque han desistido de sus aspiraciones golpistas y sus deseos de volver para vengarse y eternizarse en el poder.

La tentación es grande de declarar superada la polarización del país. De creer -terminada la campaña y declarados los resultados- que todos, moros y cristianos, están dispuestos a remar en la misma dirección.

Esa tentación también la debe tener el nuevo poder. O sus aliados socialcristianos que aquello que no han hecho, han visto hacer. Porque, al margen de lo que desean aquellos que no quieren que se hable más de Correa, su guerra sigue. Y se libra aviesamente en el CNE, en el TCE, en el Consejo de la Judicatura, en las cortes, en la Conaie, en la Asamblea, en las redes, bajo muchas mesas…

La sociedad aún no aquilata lo que es el correísmo y lo que significó para el país haber otorgado, durante casi diez años, el poder total y todas las instituciones a un partido. No sabe que su impronta sigue presente en leyes, decretos, acuerdos, resoluciones… No imagina lo que es tener una Constitución hecha a la medida del caudillo autoritario que se concibió como prócer y pensó que su destino era atornillarse al sillón presidencial.

El correísmo no es el mal del que sufre el país. Es su mejor expresión. Responde a esa matriz caudillista tan presente en la historia y tan normal para parte del electorado y para la sociedad política. La prueba: los políticos no evalúan al correísmo por su naturaleza, el daño que causó o su capacidad para amenazar y complotar. Lo valoran por el número de asambleístas.

Por eso el correísmo tiene una enorme capacidad de extorsión política porque tiene, además, a su favor, parte de la arquitectura institucional (lo acaba de probar en el Cpccs y el Consejo de la Judicatura) y el grupo más numeroso de asambleístas. La tentación, en ese caso, es componer pensando en sacar el mejor partido. Basta escuchar a Salvador Quishpe (los ejemplos se pueden multiplicar), candidato a presidir la Asamblea por Pachakutik. Él está dispuesto a hablar con los correístas pensando en sus votos y fingiendo creer (todos lo hacen) que pudieran alinearse con los intereses de la democracia que él defendió y por los cuales fue perseguido y arrastrado.

La tragedia política del país está contenida en esa simulación: los ciudadanos parecen impelidos a creer que el correísmo no es lo que es. Planteado el engaño, la vida pública corre el peligro de volver al punto de siempre: ciudadanos que cierran los ojos mientras los políticos hacen, por debajo de la mesa, los pactos retorcidos en los cuales son expertos.

Este es el reto en el cual está parado el presidente electo, Guillermo Lasso. Uno más de la retahíla que lo ubica en el peor de los mundos: ganó con votos reclutados a última hora, su partido tiene el menor número de asambleístas, el correísmo sueña con convertirlo en Macri y su margen de gobernabilidad es pírrico, comparado con los retos que tiene el país por las pandemias.

En ese contexto, él debe fidelidad a su lucha contra el correísmo y a su compromiso de respetar la independencia de la Justicia y no componer con los delincuentes. Lograrlo implica pasar del efecto-Lasso a la fórmula-Lasso.