Un mundo feliz

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Lo único cierto es el colosal daño económico del coronavirus y la francachela del socialismo del siglo XXI.

En su novela distópica Un mundo feliz, el filósofo Aldous Huxley relata una sociedad ideal -el mundo civilizado- donde no había conflictos ni desigualdades. En esta civilización, los seres humanos eran reproducidos en probeta y la planificación central determinaba castas sociales. Todos vivían una aparente felicidad y si faltaba algo más, pues tenían el elixir antidepresivo Soma, que los elevaba a un “cristianismo, pero sin las lágrimas”.

El día 72 de pandemia encuentra al país discutiendo quién paga la factura de los costos asociados al encierro universal. Es que para recluirnos el Leviatán fue muy diligente, pero, para liberarnos la Gestapo criolla es muy reflexiva. Cuando no hay imputabilidad de los que deciden sobre lo que deciden, los resultados suelen ser catastróficos y cuando llega la hora de pagar la cuenta de la insensatez todos miran hacia otro lado. Es que como dice la salsa que popularizara el inmortal Rey de la Cantera: “siento una voz que me dice agúzate que te están velando”.

El costo de esta crisis es monumental y “la culpa no era mía ni donde estaba ni cómo vestía, el violador eres tú”. La culpa es de cualquiera, menos mía y el costo que lo pague cualquiera, menos yo. No hay plata, pero nadie del sector público quiere recortar sueldos, presupuestos o subsidios. Sin dinero y sin reservas al Estado no le queda otra que subir impuestos o endeudarse. Pero resulta que el sector privado no tiene ni para cubrir su propia subsistencia, peor pagar impuestos, y peor aún pagar nuevos impuestos. La deuda pública, que no es sino impuestos para nuestros hijos, llegó a un límite insostenible, dejándonos sin opciones. Se agotó la estratagema de patear para adelante el problema sin resolverlo.

Lo único cierto es el colosal daño económico del coronavirus y la francachela del socialismo del siglo XXI. No toca otra que pagar la irresponsabilidad criminal en momentos de “hard budget constraints”. Así, condicionados, toca recomponernos y ser parte y no lastre del reencadenamiento productivo. Eso incluye instituciones públicas y privadas, empleados y empleadores trabajando y ajustándose a un nuevo orden, asumiendo cada uno su “burden share”, sin la tartufada de pasarle la factura a terceros o a nuestros hijos. El resto es, como diría Ricardo Montalván a sus huéspedes: “Bienvenidos a la isla de la fantasía”.

Quizás el momento cúspide de la novela es el debate filosófico entre el regente planificador Mustafá Mond y John ‘el Salvaje’, un humano “liberado”, cuyo alias se debía a que nació fuera de la Matrix y soñaba con vivir una vida real.

-Quiero un Dios, -exclamaría John- quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.

-En suma, -replicó Mond- lo que usted reclama es el derecho a ser desgraciado.

-De acuerdo, -contestó desafiante el Salvaje- reclamo el derecho a ser desgraciado.

- Reclama -insistiría Mond- el derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, a tener sífilis y cáncer, a pasar hambre, a ser piojoso, a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana, a pillar el tifus, a ser atormentado…

Luego de un largo silencio concluiría el Salvaje:

-Sí, reclamo todos esos derechos…

¡Hasta la próxima!