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GUILLERMO LASSO
Presidente. Guillermo Lasso parece preguntarse de qué lado le caerá el hachazo. El 2021 fue un año marcado por los intentos de desestabilización.Cortesía Presidencia de la República

Misión para el 2022: tumbar el Gobierno

Balance político del 2021: los partidos del país están dispuestos a cualquier cosa, menos a jugarse por la democracia. Un análisis

En el horizonte de la política ecuatoriana, el golpe de Estado sigue siendo la posibilidad con la que todos especulan. Nomás hay que revisar los hechos del 2021: un presidente de la República al que tocó pensar en el recurso de la muerte cruzada como única salida antes de cumplir seis meses en funciones; una Asamblea que agitó el fantasma de la “conmoción social” como probable escenario de destitución del mandatario; unos movimientos sociales que se preparan para terminar lo que dejaron inconcluso en octubre de 2019; dirigentes que abrigan el húmedo sueño de entrar a saco en Carondelet y sentarse en esa silla, aunque sea un minutito... El balance político del año es el de un país que no ha aprendido (o no ha querido) a administrar su democracia. Una palabra define a nuestras élites políticas: indolencia. Ellas persiguen sus objetivos particulares; si en el camino la democracia resulta averiada, no es problema suyo.

En este sentido los políticos no han tenido empacho en traicionar a los ciudadanos. La segunda vuelta electoral, que Guillermo Lasso disputó contra el proyecto autoritario de Andrés Arauz, estuvo marcada por un enfrentamiento decisivo: de un lado, las almas limpias y puras, los proponentes del voto nulo ideológico que defendían su particular concepto de coherencia individual sin importar las consecuencias; de otro lado, los que se ensucian las manos, aquellos que entendieron la elección como un referéndum por la democracia y ejercieron el voto no como un manifiesto personal sino como una herramienta para defender la institucionalidad: militantes de las causas ciudadanas contemporáneas, ecologistas, feministas, indigenistas, demócratas de izquierda, gente que sabía que sus propias agendas políticas no tendrían la mejor de las suertes en un gobierno de Guillermo Lasso, pero terminó votando por él a su pesar, en contra del proyecto autoritario de sus oponentes. Un gesto de madurez digno de aplauso.

En el centro del mapa político nacional es necesario colocar al correísmo como fuerza antidemocrática por naturaleza. Ya gobernaron diez años sin un esquema de contrapesos; dijeron haber superado el sistema de división de poderes; pusieron en suspenso las libertades... En su carrera hacia la Presidencia, el propio Andrés Arauz ofreció un gobierno de treinta años, ofreció impunidad judicial para sus compañeros prófugos y presos (que son lo más), ofreció venganza. La campaña del expresidente Rafael Correa, con su lista de medios y personas a quienes tenía que cobrárselas, dejaba sin aliento: gente que no habría tenido otra alternativa que huir del país de haber ganado Arauz las elecciones. El horror sin atenuantes. Ante una fuerza política de estas características, los partidos y movimientos democráticos sólo tienen una alternativa: aislarla. Y eso es precisamente lo que no ocurre en el Ecuador. Desde el Partido Social Cristiano hasta la Izquierda Democrática, de Pachakutik a CREO, todas las fuerzas del espectro político ecuatoriano aceptan al correísmo como uno de los suyos, un partido como cualquier otro con el cual pactar a cambio de apoyo parlamentario o lo que fuera.

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Hasta el propio presidente Lasso, ni bien instalado en el poder, se convenció de la necesidad de llegar a un acuerdo de gobernabilidad democrática con el partido antidemocrático. Tan absurdo como suena. La presión de la opinión pública lo obligó a echarse para atrás pero el pacto, que incluía al PSC, estaba listo y sacramentado. Todavía los socialcristianos, con Jaime Nebot a la cabeza, continúan defendiendo lo que pudo haber sido y no fue y proclamándose víctimas de una traición presidencial, como si no hubiera peor traición en democracia que llegar a acuerdos inconfesables con los enemigos de la democracia. El hecho es que al correísmo, cuyas intenciones son bien conocidas por todos, nadie le hace feos.

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Una vez descartada la posibilidad de pactar con el ocupante de Carondelet, solo queda una opción: tumbarlo. En este propósito el correísmo sigue la receta del golpe de Estado parlamentario, el favorito de los bonapartistas desde el 18 brumario hasta la fecha. El intento de este año, a propósito del caso Pandora Papers, fue errático pero clarísimo. Con el apoyo de 106 votos de la Asamblea en pleno, el correísmo logró desviar el caso de la Comisión de Fiscalización, presidida por su archienemigo Fernando Villavicencio, a la de Garantías Constitucionales, que prácticamente controla, y esgrimir el argumento de oro de la destitución presidencial: “conmoción social”. Todavía en la última semana del año, en entrevista con su periodista de bolsillo, Jimmy Jairala, Rafael Correa seguía insistiendo: “Pandora Papers por supuesto que era un caso de caos social, de conmoción política”. Lo cierto es que el 5 de noviembre, cuando la Comisión de Garantías Constitucionales parió su informe, los ecuatorianos acababan de regresar a sus casas después de un feriado de cinco días durante los cuales las playas lucieron a reventar y los hoteles de Cuenca, que celebraba sus fiestas, tuvieron casi un cien por ciento de ocupación. Si hubo caos, si hubo conmoción, como sostiene el expresidente prófugo, nadie se enteró.

El objetivo del correísmo es claro: tumbar al presidente. Para más tarde pueden quedar las disputas sobre a quién le corresponde el liderazgo de la unidad de las izquierdas convocada por el líder golpista y presidente de la Conaie Leonidas Iza. Que ese papel le corresponde, dice Correa. Así será. Como se vio en octubre de 2019, para que un levantamiento indígena tenga verdaderos efectos desestabilizadores se necesita la movilización del lumpemproletariado que controla el correísmo, los camiones de la prefectura de Pichincha, el poder de comunicación de los guerreros digitales... El año se cierra con el anuncio de Guillermo Lasso de que no habrá revisión del precio de las gasolinas: el pretexto ideal para los intentos golpistas que se vienen.

Mientras tanto, la política nacional seguirá su curso normal: el de un país donde la alternancia está prohibida. Un país donde la izquierda puede allanarse perfectamente al triunfo de la derecha en las urnas, porque no le queda más remedio, pero jamás de los jamases estará dispuesta a permitir que esa derecha ponga en práctica un plan de gobierno de derecha. Eso no. Quien gane las elecciones, vienen a decir el correísmo y la Conaie, puede gobernar, faltaba más, siempre y cuando lo haga como lo harían ellos. Al fin y al cabo este país, con excepción de los fascistas neoliberales que deben ser extirpados del planeta, es un país de izquierda.

La unidad de los golpistas

Fue el presidente de la Conaie, Leonidas Iza, quien hizo un llamado a todas las fuerzas de izquierda del país (incluido por supuesto el correísmo) para conformar un frente unido de oposición al gobierno de Guillermo Lasso. Lo cual, en su concepción del mundo y de la política, sólo puede significar una cosa: tumbarlo.

““Aquí se tiene que ejercer la generosidad”, dijo al respecto el expresidente prófugo Rafael Correa, “pero ¿cuál es la mayor fuerza política de izquierda?” En otras palabras: unidad, sí, pero bajo nuestro liderazgo. Correa tiene, además, líneas rojas: todo aquellos que colaboraron con el gobierno de Lenín Moreno, “los que se prestaron para poner a Moreno”, dice, lo cual no sólo lo incluye sino que lo pone por delante, deben quedar fuera de la unidad.

Golpistas

El objetivo del correísmo es claro: tumbar el gobierno. Como ocurre con los bonapartistas de todos los tiempos, su estrategia favorita es el golpe de Estado parlamentario.

Elecciones

La segunda vuelta electoral estuvo marcada por el enfrentamiento entre los proponentes del voto nulo ideológico y los defensores de la institucionalidad democrática.