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Con la nueva ley de comunicación, cada cámara deberá contar la misma historia.Henry Lapo / Expreso

El Estado, dueño de la verdad

La nueva ley de comunicación está construida sobre un criterio totalitario: la idea de que la verdad es un derecho que al Estado le corresponde garantizar. Un análisis.

En democracia hay conceptos problemáticos. Son los que se encuentran en el horizonte del sistema político, quizá como inspiraciones o como objetivos indeclinables. Uno de ellos es la felicidad. Se supone que su consecución es (o debería ser) el fin último de toda política pública pero… ¿cómo legislar sobre algo tan subjetivo, tan inasible, tan inconcreto como la felicidad? Para empezar, ¿qué es la felicidad? La Constitución de Estados Unidos es famosa por haber hallado la formulación correcta para este problema: dejó su definición a criterio de cada ciudadano y atribuyó al sistema político el deber de consagrar su búsqueda. Es la búsqueda de la felicidad, no la felicidad misma, lo máximo que puede garantizar el Estado. Ir más allá sería una intromisión en la soberanía individual. ¿No ocurre lo mismo con la verdad? Por supuesto que los partidos y movimientos totalitarios no creen en estas cosas: ellos defienden la idea de un Estado dueño de la verdad que se atribuye a sí mismo la facultad de imponerla. A partir de ese concepto, antidemocrático en esencia, el correísmo, Pachakutik y un puñado de asambleístas independientes de pocas luces y no precisamente muy intensas, acaban de construir y aprobar un engendro legal: las reformas a la ley de comunicación.

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Artículo 17: “El Estado debe garantizar el derecho a la verdad de todos los ecuatorianos, queda prohibida la difusión de toda información falsa”. En estas palabras es fácil reconocer la premisa sobre la que se levantan los totalitarismos de cualquier signo. Considerar la verdad, y no su búsqueda, como un derecho de los ciudadanos, es un primer error de este texto a partir del cual se echa a andar una serie de malentendidos: si la verdad es un derecho, entonces el Estado tiene la obligación de garantizarlo; para garantizarlo debe definirlo; una vez definido, no queda sino imponerlo. Si el Estado es el garante de la verdad (y lo es, según la nueva ley de comunicación), queda criminalizada cualquier interpretación de los hechos que no se ajuste a las versiones oficiales. En consecuencia, la diversidad de enfoques editoriales que caracteriza las esferas periodística y mediática de los países democráticos y contribuye a enriquecer el debate público, queda proscrita. No hace falta ahondar mucho en este tema porque el país ya lo vivió bajo la ley correísta, que fue una de las más restrictivas del continente, quizá comparable sólo con la de Cuba.

Consecuente con este principio básico, la nueva ley de comunicación entrega al Estado una serie de atribuciones que en una sociedad democrática deberían correr por cuenta de la sociedad: las defensorías de lectores y audiencias, sobre las cuales los medios podrían construir su credibilidad, ahora son tarea de funcionarios públicos de la Defensoría del Pueblo. Las veedurías ciudadanas tienen que ser, también, coordinadas por el Estado. Todo lo cual apunta a la consolidación de una institucionalidad pública para la administración e imposición de la verdad. Lo que en el correísmo fue la Superintendencia de Comunicación ahora será la Defensoría del Pueblo. En ‘1984’, la novela de George Orwell, la institución a cargo era el Ministerio de la Verdad, cuyo trabajo consistía, precisamente, en elaborarla a diario.

Resulta significativo que la la nueva ley de comunicación contemple, para aquellos medios que faltan a la verdad oficial o violan sus criterios de corrección política, la orwelliana obligación de organizar una campaña educativa para difundir la versión correcta de los hechos y, al mismo tiempo, someterse a un taller, que bien podría ser de adoctrinamiento. El reglamento de la ley dirá cómo debe realizarse esa campaña y sobre la base de qué criterios. Hasta podría ser que los medios sean obligados a reproducir contenidos oficiales enlatados provistos por el Ministerio de la Verdad. Ya lo hicieron en tiempos de la Supercom. La ley abre posibilidades de totalitarismo insospechadas.

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De vuelta a los pupitres

Para semiólogos de intendencia y periodistas de facultad, la nueva ley abre grandes posibilidades laborales. Para los periodistas de verdad, hay un componente de humillación en la idea de recibir talleres de adoctrinamiento obligatorios dictados por personajes que no han pisado una redacción en sus vidas y que ignoran por completo la práctica del oficio, es decir, lo ignoran todo. Algo así como Mauro Andino impartiendo clases de Periodismo a Carlos Vera.