DIARIO DE CUARENTENA 22 23
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CUARENTENA, DÍAS 22 Y 23: Hoy, el virus me resbala

Un brindis por la sentencia contra la estructura criminal que saqueó este país. El día en que olvidamos la pandemia

Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Hoy es como si el coronavirus no existiera, me dijo la Valeria y levantó su copa. No teníamos champán ni cómo conseguirlo, así que festejamos la sentencia contra Rafael Correa brindando con el pinche Malbec argentino de nueve dólares que encontramos en la tienda de la esquina. Chin-chín. Nunca un vino barato me supo tan bueno. Por primera vez desde que comenzó la cuarentena llevábamos horas sin pensar en el virus, en los muertos, en la cruel incompetencia de los que están a cargo y en el maldito encierro. Flotábamos en un mar de euforia. Por un momento todo parecía posible: recuperar el país y la decencia, sentirnos parte de una comunidad que respeta y protege lo público, tener una élite gobernante que sepa que sus actos tienen consecuencias… A los tiempos una buena noticia en esta ínsula que no sabe ni contar sus muertos. ¡Salud!

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¿Y la cuarentena? Esa es la mejor parte. Por una vez la cuarentena es una bendición. Evitará que se escapen los que aún no lo han hecho, que por extrañas razones difíciles de comprender son la mayoría. ¿No es hermoso? Dieciocho poderosos ejemplares de la fauna que puebla las primeras clases de los vuelos transoceánicos no disponen de un avión para salir volando. Y sin avión son especímenes comunes que duermen en el suelo como cualquier animal.

En las redes sociales hasta los asambleístas del correísmo llevaban 24 horas divulgando calumnias y noticias falsas. Parece que habían mandado a hackear los correos electrónicos de los jueces (son capaces de todo) y ahora exhibían supuestas pruebas (que no lo eran ni mucho menos) de que la sentencia del caso fue enviada desde la Fiscalía. Los inventores de Chucky 7 juzgando según su condición. Tan tímida, tan vergonzante, tan consciente de su retorcida banalidad era su denuncia que ni ellos se la tomaron en serio.

En cuanto a los trolls, estaban desatados. Era un día perfecto para cazarlos. No me costó mucho trabajo preparar una buena trampa: un tuit ignominioso dedicado al jefe de la estructura criminal. El resto era sentarse a esperar. Violentos, amenazantes, afrentosísimos, llegaron en manada y cayeron como moscas. Yo los fui bloqueando uno por uno hasta completar cincuenta. Dejé los demás para las hienas. Era como matar pulgas en la panza de un gato salido de las alcantarillas. Así de fácil, la tarea. Así de insignificantes, ellos.

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Lo demás era retórica: “La noche es muy oscura… ¡Se acerca la aurora!”, tuiteaba el jefe de la estructura criminal en su arrebato de máxima originalidad de los últimos doce años. Primero se pierde el sentido de la moralidad, después, el del ridículo.

Mucho aprendí del caso sobornos. La maratónica audiencia que se extendió a lo largo de doce o más jornadas fue, de hecho, mi última cobertura antes de entrar en cuarentena. Llevo tres años haciendo crónicas parlamentarias para este Diario y estoy acostumbrado a que mis amigos me planteen siempre una pregunta: ¿no se te revuelve el estómago? Les explico que, cuando uno asiste a sesiones vergonzosas de la Asamblea sabiendo que está ahí para contarlas, los escrúpulos desaparecen. En la política, es cierto, todo puede ser muy asqueroso. Pero la escritura es un conjuro que preserva nuestra salud mental. O sea que no: no se me revuelve el estómago en la Asamblea. En los tribunales, en cambio, en un caso como este…

Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, es cierto. Toda persona tiene derecho a una defensa, nadie lo discute. Todo abogado debe hacer su mejor esfuerzo por representar a su cliente, es indudable. Creo firmemente en todos esos principios. Pero creo también que, en la práctica del Derecho, debe haber por lo menos un dilema ético al momento de aceptar o no la misión de defender a un canalla. Estoy hablando aquí de los abogados de la mafia. Comparados con ellos, hasta el más sinuoso de los asambleístas resulta un ser de luz y transparencia, créanme. Esto sí revuelve el estómago.

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Por la noche miro los noticieros y lamento que ninguno haya sabido aprovechar mejor la contundencia de lo que fue, para mí, la imagen del día: la fiscal Diana Salazar, el rostro cubierto por un barbijo, vestida casi como una chiquilla, sentada íngrima y sola en una mesa, a metros de la persona más cercana según mandan los protocolos de la emergencia sanitaria, escuchando al juez con la serenidad de los justos. ¡Cómo la odiaron los abogados de la estructura criminal durante la audiencia! ¡Cómo se creció, ella, en ese odio, y se complació en hacerse odiar más todavía! “No pienso poner los recursos públicos al servicio de privados”, dijo en una ocasión en que los abogados pidieron que un asistente de la Fiscalía les ayudara a encontrar un documento. Llena de desplantes exquisitos como este estuvo la audiencia. Y ha sido, para mí, una alegría inmensa ver a esta mujer negra, salida del fondo de las estructuras sociales de donde salen todas las mujeres negras de este país, imponerse ante este club casi exclusivamente masculino de gente extraordinariamente bien pagada que la odia.

Me acuesto en paz. Solo necesito que termine la cuarentena para tomarme una copa con Zurita y Villavicencio. Me duermo pensando en el menú de la cena que voy a prepararles.