Diario de Cuarentena
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CUARENTENA, DÍAS 12 Y 13: Un periodista no da sermones

Dicen que el coronavirus lo cambiará todo. ¿También el periodismo? Hay cosas que debemos mantener a toda costa

Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

No sé si a otros periodistas les pasa lo mismo. Para mí, esta crisis ha significado un sacudón a las certezas del oficio. Empezando por esto de trabajar en casa, cuando las noticias ocurren allá afuera. Soy cronista parlamentario y sé que seguir por videoconferencia una sesión del Pleno resulta tan aburrido como inoficioso. Con mi amigo Vicente Ordóñez, que hace el mismo trabajo que yo para El Universo, lo comentamos siempre: hay que estar ahí. Porque lo que ocurre en las sesiones, por lo general, es una puesta en escena de lo que previa o simultáneamente se resolvió o se está resolviendo tras bastidores. Hay que estar ahí para entender lo que se mueve. Y por un detalle no menor: estando ahí nos miramos a los ojos.

Sin embargo, ahora que se ha puesto de moda el Zoom, esa aplicación digital que permite celebrar reuniones masivas a través de una pantallita, no faltan los agoreros que pronostican la desaparición de las sesiones presenciales en beneficio de la virtualidad. Eso, dicen, significará un ahorro de dinero para los Estados. Pinches peseteros. Si llegara a ocurrir, no puedo ni imaginar lo que perderán las democracias (a cambio de economizar minucias) por el simple hecho de que los políticos no se miren a los ojos. ¡Y lo que se perderá en transparencia! Sin periodistas fisgoneando en los rincones, siguiendo de cerca las maniobras, acechando en las esquinas y lanzando preguntas a quemarropa, a los políticos les será mucho más fácil engañarnos.

En resumen: cuando de reportear se trata, el tal teletrabajo es una majadería. Pero también es cierto que el coronavirus lo está cambiando todo y el periodismo no podrá sustraerse de esa tendencia. Es la causa, entre otras cosas, de que me encuentre aquí tratando de hilvanar un diario del encierro, en parte crónica, en parte análisis, en parte testimonio, en parte lectura de redes sociales, un género no descrito en los manuales con el que pretendo explorar mis vivencias personales en busca de pistas para interpretar una experiencia colectiva. La bitácora como género periodístico. ¿Será? Quizás es un absurdo. Pido indulgencia a mis lectores.

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Por lo demás, llevo demasiado tiempo en este oficio como para tener claro que hay cosas que no cambian nunca. Y ojalá no cambien. Cuando empecé (tenía 18 recién cumplidos y corría el año 84), aún no se había inventado el Internet, los periódicos se armaban por fotocomposición, las fotografías internacionales llegaban por señales de radio (sí, de radio) y las notas de agencia por télex, una tecnología más cercana al telégrafo del siglo XIX que a los métodos digitales del XXI. Cuando se produjo la revolución digital se pronosticó que el periodismo entero se transformaría. Y no fue tan así: cambiaron, sí, con sobra de ventajas, los soportes; se facilitaron los procedimientos; la comunicación en tiempo real dio paso a un periodismo más de interpretación y menos de registro; pero los criterios editoriales y, sobre todo, la ética del oficio, quedaron intactos. Espero que sobrevivan también al coronavirus.

Lo digo porque el otro día, en una entrevista con Andrés Carrión en Teleamazonas, el vicepresidente Otto Sonnenholzner soltó algo así como que el reto actual del periodismo es “transmitir la certeza de que vamos a salir adelante”. Era, claramente, un intento de controlar las suspicacias del entrevistador, que cumplió con su trabajo y se la puso difícil en más de una ocasión. En lo personal, me considero incapaz de transmitir certezas que no tengo. Y esa es una de las cosas que no deben cambiar del periodismo: la duda como punto de partida; la vocación por plantear preguntas incómodas y reservarse, en los asuntos públicos, el derecho a la crítica. En cualquier circunstancia.

Muchos piensan que, en momentos como los actuales, el periodismo debería deponer ese derecho; que hay cosas que pueden ser ciertas pero son inconvenientes; preguntas oportunas pero que le hacen el juego a tal o cual interés adverso. Encontrarán la respuesta (ahora que tienen tiempo busquen en el Internet) en el prefacio de George Orwell en su libro ‘Rebelión en la granja’, una crítica sangrienta al sistema soviético que él quiso publicar en Inglaterra en plena Segunda Guerra Mundial, cuando Londres y Moscú eran aliados. Un libro lleno de verdades que no eran convenientes. Ese criterio es una de las más retorcidas formas de censura.

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Su resultado es un periodismo que le dice “No se queje” al moribundo que, tirado en la paila de una camioneta, espera en vano por atención médica; que le echa al pueblo de Guayaquil la culpa de su propia desgracia y sugiere que habría que aislarlo del resto del país por indisciplinado; que lo explica todo con ese prejuicio (el de la indisciplina) y escamotea la complejidad de una realidad en la que quedarse en casa es un lujo que no cualquiera se puede costear. Un periodismo insolidario, petulante, miserable. Pues no. El coronavirus podrá cambiar al mundo todo lo que se quiera, pero hay cosas que debemos conservar a toda costa. Una de ellas: la idea de un periodismo que reivindica la duda, que no le teme a las inconveniencias, que huye de las simplificaciones, que no se sitúa por fuera, mucho menos por encima de su comunidad ni le da sermones. En fin, el buen periodismo de toda la vida.