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CUARENTENA, DÍA 21 | Regla única: no hay reglas

El encierro no es algo nuevo ni tiene por qué ser el fin del mundo.  A la tercera semana de la cuarentena, todo fluye

Diario de una cuarentena 21
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Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Tres semanas ya. No lo creería si no fuera por la barba espesa y desarreglada que puebla mi rostro, prueba inequívoca del paso del tiempo y de la relajación de mis hábitos. No he seguido los consejos que despachan los especialistas del Internet para mantener la cordura durante el encierro. No he sido un niño bueno. El primero de esos consejos, creo recordar, era cuidar tu propia imagen ante el espejo como si fuera un día de trabajo normal: verse bien para mantener el ánimo positivo. Nada me ha importado menos: no me visto, no me arreglo, no me baño todos los días. Creo que hace falta tener un concepto muy pobre de uno mismo para deprimirse por el despeinado. Tampoco hago ejercicios ni me he impuesto una rutina fija (cosa que, según los especialistas, ayuda a mantener los pies sobre la tierra). Al contrario, duermo a deshoras e improviso mucho. No me la paso llamando todo el tiempo a mis amigos para conservar el contacto con el mundo exterior, es más: a veces estoy tan Grinch que prefiero mantener el teléfono celular apagado y no contestar el otro cuando suena. Y lo que es el colmo: contra toda recomendación sensata, incluso la mía propia, veo a cada rato las noticias.

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Y aquí estoy, no he enloquecido. Sobrellevo el encierro con bastante buen talante. Otra cosa: me mantengo al margen de la copiosa oferta cultural que desborda las redes con ocasión de la cuarentena. La guardia alta, sobre todo, ante los “conciertos desde casa”, sean del artista que sean. Odié con odio jarocho la adaptación para Zoom del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven perpetrada por la Filarmónica de Rotterdam. Me he abstenido incluso de escuchar la última canción, de casi 17 minutos, que el gran Bob Dylan lanzó por YouTube durante la cuarentena, sobre cuyo presunto mensaje secreto para el mundo en tiempos de coronavirus se ha empezado a debatir tan enjundiosa como bizantinamente. Creo percibir un oportunismo ahí que no me cuadra. El poeta español Manuel Vilas califica de “banal” esa oferta cultural masiva de última hora con la que nos bombardean durante nuestro encierro. “La cultura -dijo este fin de semana en una entrevista- es una búsqueda de cada uno, sobre todo ahora que nos enfrentamos a algo que nadie sabe qué es”. Concuerdo.

Huyo también, por tanto, de los alardes culturosos. Siempre me ha parecido una fatuidad aquello de exhibir los libros que uno está leyendo como si fueran atributos personales. Supongo que esa gente acostumbrada a echarnos en cara la contabilidad de sus lecturas (décimo octavo libro del año, décimo noveno libro del año…) debe estar ahora moviendo su contador a velocidad de caja registradora. Que les aproveche. En cuanto a mí, admito que en estos días de aislamiento estoy leyendo menos que nunca. ¿Por qué? No lo sé. Puedo decirlo porque, a mi edad, no tengo nada que demostrar a nadie. Si fuera un periodista millennial quizá llenaría estos artículos de citas eruditas y recomendaciones bibliográficas sofisticadísimas. No hace falta.

Sin embargo de lo cual debo reconocer que mi única rutina de la cuarentena, la única cosa que hago a diario y no me pierdo, tiene que ver con la alta literatura. Todos los días desde que comenzó su encierro, el octogenario actor británico Patrick Stewart, el inolvidable almirante Jean-Luc Picard de la serie ‘Star trek’, sube en su cuenta de Twitter un video en el que aparece él mismo, libro en mano, leyendo los sonetos de Shakespeare. Los va leyendo en orden, empezando por el número uno, a razón de uno diario, y lleva ya 17 leídos. A este paso no me importaría que la cuarentena durase 154 días para que alcanzara a despacharlos todos. Yo tomo mi edición bilingüe de los sonetos (el inglés del gran Bardo no es, precisamente, pan comido) y lo sigo verso por verso. Lo escucho dos, tres veces. Es sublime. Me hace recordar aquello de “la música verbal de Inglaterra”, que escribió Borges en uno de sus poemas de los dones. ¿Que este párrafo contradice el anterior? Es a propósito.

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Así que, a la tercera semana de la cuarentena y habiendo alcanzado finalmente la velocidad crucero del encierro (aquella en la que más cómodo se siente uno), puedo decir que el único secreto para no volverte loco (si es que el temor de volverte loco te continúa angustiando) es no obligarte a hacer lo que se espera que hagas. Y vivir el encierro de verdad, lo cual implica asumir tareas (cocinar, limpiar la casa) y asumirse a uno mismo. No evitar el miedo, no evitar la angustia, no evitar la rabia: dejarlas fluir, que no pasa nada. Cada sensación puede ser una forma de meditación. ‘Ora et labora’, prescribía la regla de los benedictinos, que algo entendían del aislamiento. Traducido desde una perspectiva laica podría significar: ocupa tu mente y tus manos. Es la tercera semana y todo fluye. Al fin y al cabo, esto del encierro no es nada nuevo ni tiene que ser el fin del mundo.