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Ciegos, sordos y mudos ante la Violencia

Dos argumentos para evadir un debate: culpar a los “infiltrados” o descargarse en el Fondo Monetario Internacional.

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Octubre. Fue el peor estallido de violencia social en 40 años de democracia. Hay causas sociales profundas, sin duda, pero también hay responsables.Angelo Chamba / EXPRESO

Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia… Un fantasma recorre América Latina: el fantasma de la violencia. De un lado, la violencia del Estado, que es la peor de todas: la violencia de la represión (que en el Ecuador no ha llegado a los excesos cometidos en otros países). De otro lado -y este es el ingrediente nuevo de la receta- la violencia organizada, planificada y financiada de los movimientos sociales, sobre la cual resulta imposible debatir porque los responsables y los principales implicados se niegan a admitirla. A este paso, la violencia política terminará por naturalizarse.

Los voceros de la izquierda boicotean el debate sobre la violencia: o bien lo eluden o bien lo desvirtúan. Lo eluden cuando la endilgan a un grupito de vándalos, gente que oculta su identidad con capuchas y pasamontañas y a quienes los dirigentes sociales y los líderes de izquierda aseguran no conocer. Son “infiltrados” y ya está: con esa palabra salvan responsabilidades y eluden el debate. Pero también lo desvirtúan, cuando desvían el tema de la violencia política hacia aquel otro -más amplio, más complejo- de la violencia estructural que procede de la injusticia social. ¿Qué más violento que el neoliberalismo?, se preguntan quienes postulan esta tesis. Hay quien hila más fino. En un reciente debate televisivo (‘Políticamente correcto’, en Ecuavisa) cuyo tema era, precisamente, la violencia de octubre, la exministra correísta Katiuska King planteaba que el gobierno de Lenín Moreno, mientras se sentaba a dialogar con los dirigentes indígenas, ya estaba enviando un nuevo paquete de medidas económicas a la Asamblea. Y se preguntaba: “¿Eso no es violencia? ¿Eso no es agresión?”.

Sea por el expediente de la elusión o por el de la desviación, el caso es que el debate sobre la violencia de los movimientos sociales, que en octubre alcanzó en el Ecuador cotas nunca vistas en 40 años de democracia, se ha vuelto impracticable. Ambos argumentos, sin embargo, tienen matices.

En primer lugar, la teoría de los infiltrados. Los violentos son una minoría, es cierto, pero eso no tiene nada de nuevo: siempre lo son. El caso es que, si se los tolera, terminan por pararse al frente y dirigirlo todo. ¿No ocurrió eso en octubre, al menos en Quito y en la Sierra central? El problema no es solo que la izquierda, los movimientos sociales y los dirigentes de las movilizaciones toleran a los violentos. El problema es que los han incubado durante años. Y cuando sus voceros dicen no conocerlos, mienten. ¿Acaso han olvidado lo que ocurrió el 13 de agosto de 2015?

Ese día tuvo lugar el paro nacional con el que la izquierda y los movimientos sociales se sumaron a la ola de protestas (autoconvocadas y pacíficas) que llevaba meses produciéndose en la capital en contra de Rafael Correa. En innumerables ocasiones, esas marchas pacíficas de quiteños habían intentado avanzar hacia Carondelet y fueron impedidas por los cercos policiales infranqueables que custodiaban el centro de la ciudad. 

Ahí terminaba la cosa. Pero los organizadores del paro nacional estaban resueltos a que ese 13 de agosto cambiaría la historia. Todo estaba preparado: la marcha pacífica que avanzaba hacia el Palacio de Gobierno fue separada en varios puntos, en aplicación de una estrategia diseñada sobre pizarrón, y conducida por rutas diferentes hacia todas las bocacalles que rodean la Plaza Grande; ahí, enmascarados armados con palos, provistos de petardos y demás pirotecnia para disparar a los policías, enmascarados con grandes troncos que ataron entre sí para formar arietes con los cuales arremetieron contra los antimotines, surgieron de entre la multitud, tomaron sus posiciones y durante horas intentaron romper los cercos policiales para entrar a saco en la Plaza Grande. El plan era una locura. Ese día, Rafael Correa había convocado (o pagado) una marcha de apoyo: unas 800 o mil personas que, en esos precisos momentos, se encontraban haciendo vigilia en la Plaza Grande. ¿Qué pretendían los violentos? En el improbable caso de que lograran romper uno de los cercos policiales y llegar al pie de Carondelet, ¿qué harían? ¿Matar correístas?

¿Infiltrados?Los encapuchados que los dirigentes sociales dicen no conocer, son los mismos que, en 2015, intentaron la toma violenta de Carondelet con el auspicio de las izquierdas.

Ese 13 de agosto, a la altura de la plaza de San Blas, puerta de entrada del casco colonial quiteño, varios periodistas (entre los que se contaba el autor de esta nota) fueron advertidos de lo que estaba por ocurrir. Dirigentes de izquierda que sabían todo de antemano, pues habían participado en la elaboración del plan y estaban orgullosísimos, no se cansaban de repetir: “Hoy cae Correa”. Sueños de perro. “Hoy cae Correa”, decía el exasesor de la Conaie Pablo Dávalos a la altura de San Blas, y describía (en primera persona del plural) los pormenores de la estrategia. Como carne de cañón, los fundamentalistas que reivindican la figura de Abimael Guzmán; los que profesan la religión de la lucha armada y ya en ese entonces se habían posicionado tan firmemente en las filas de la izquierda como para que los dirigentes explicaran a los periodistas: “Hoy cae Correa, esto es lo que vamos a hacer”.

Así que nada de infiltrados. La verdad es que la izquierda aloja en su seno (y protege y disimula) una corriente que se cree a pie juntillas aquel epígrafe atribuido a Marx, según el cual “la violencia es la partera de la historia”. Y solo lo debaten casa adentro. Fue Nina Pacari (también en ‘Políticamente correcto’) quien soltó aquella reveladora frase: “Claro que tenemos nuestros debates a lo interno”. Y ese es el problema: debaten entre sí; y entre sí (“a lo interno”) deciden cuál es la versión oficial que tienen que defender afuera, o sea, en el debate público. Y como los intelectuales de la tendencia son intelectuales orgánicos, acatan esa versión oficial y terminan planteando el debate falso. Miseria de intelectuales.

En cuanto a la idea de que la violencia social, la injusticia, la desigualdad son la causa de todas las violencias, acaso funcione como teoría, pero no absuelve de responsabilidades a los causantes de la violencia política. Cualquier lector de Hannah Arendt lo podrá corroborar: la violencia política puede ser justificable, pero nunca será legítima. La injusticia, la desigualdad, las imposiciones del Fondo Monetario, el modelo neoliberal o lo que fuese son problemas de la democracia que se resuelven en el ámbito de la democracia. Oponer la violencia social de la injusticia y la desigualdad a la violencia política de los saqueos, los incendios, los secuestros y el ataque coordinado a los objetivos estratégicos de la nación es, como dice el académico chileno Mario Waissbluth en un reciente análisis sobre la situación de su país, una tontería: una comparación entre categorías de violencia no comparables, “una absurda teoría del empate”. La perversión de este argumento (que es el de Katiuska King) consiste en que termina por justificar una cosa por la otra.

Y en ese punto se encuentra el Ecuador: probablemente al borde de un nuevo estallido de violencia y sin poder siquiera debatir sobre la violencia. Está por aprobarse, al tercer intento, un nuevo paquete de medidas económicas propuesto por el Gobierno y, a la luz de la proforma presupuestaria, parece inevitable que el próximo año venga otro. Ante eso, el presidente de la Conaie, Jaime Vargas, cuya intransigencia es proverbial, dice: “Aquí no estamos jugando… Y estamos dispuestos a cualquier cosa”. Y el nuevo jefe del Comando Conjunto, el general Luis Lara, dice: “Las Fuerzas Armadas no van a permitir que se repitan asonadas que atenten contra la paz”. En este escenario, ¿es posible que las izquierdas y los líderes de los movimientos sociales asuman (y firmen) un compromiso por la no violencia? Los pronósticos son pesimistas pues, para ello, deberían empezar por admitir que la violencia, su propia violencia, es un problema. Y no han dado la menor muestra de reconocerlo. ¿Violencia? ¿Cuál violencia?, preguntan. ¿La del FMI?

En la década de 1860, el viajero norteamericano Friederich Hassaurek conoció el Ecuador a fondo en cuatro años de residencia y llegó a la conclusión de que el mayor mal que aqueja a este país es la indolencia de sus habitantes. Pues lo sigue siendo: aquí estamos, al borde de un abismo, mirando al cielo.

¿Pretexto?¿Hay algo más violento que el neoliberalismo?, dicen las izquierdas. Comparan dos categorías de violencia incomparables y así justifican lo injustificable: la violencia política.

¿Se cocina un estallido peor?

A juzgar por los episodios recogidos en video (y que han tenido gran circulación en las redes sociales) el presidente de la Conaie, Jaime Vargas, anda por las comunidades instigando a las bases del movimiento indígena: contra la Policía, contra las políticas gubernamentales, contra los funcionarios del Estado... “Estamos dispuestos a cualquier cosa”, dijo en Tigua.

Mientras tanto, en las Fuerzas Armadas, en nuevo escenario asumido por la recién posesionada jefatura del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas es el de la insurgencia. 

Los militares -lo dijo el general Luis Lara- no permitirán otra asonada. ¿Se está cocinando en el Ecuador otro estallido de violencia similar al de octubre pasado, pero con consecuencias probablemente peores?