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Los migrantes rescatados frente a las costas de Libia que dieron positivo por COVID-19 son aislados a bordo del Geo Barents, un barco de rescate operado por Médicos Sin Fronteras.Ed Ou para The Outlaw Ocean Project

Cárcel para migrantes y para los periodistas en Libia

El investigador Ian Urbina, de The Outlaw Ocean Project, cuenta en exclusiva para EXPRESO en Ecuador el relato de su secuestro en Libia

A las 10 de la noche del 3 de febrero de 2021, Aliou Candé y unos 100 migrantes más partieron de la costa libia a bordo de una embarcación de goma inflable. Emocionados, algunos arrancaron a cantar. Dos horas más tarde, la embarcación penetró en aguas internacionales. A Candé, sentado en uno de los bordes del bote, se lo vio lleno de esperanza. Les comentó a otros ocupantes que no solo estaba seguro de que llegaría a Europa, sino que ya estaba pensando en repetir el viaje con su esposa y sus hijos.

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La embarcación de Candé se encontraba a poco más de 110 kilómetros de Italia, lejos de aguas libias, pero aún en la jurisdicción extendida que Europa había ayudado a establecer para la Guardia Costera. Cuando eran cerca de las cinco de la tarde del 4 de febrero, Candé y otros migrantes divisaron un avión que sobrevolaba la embarcación; estuvo dando vueltas 15 minutos para después alejarse. Datos recabados por ADS-B Exchange, una organización que rastrea el tráfico aéreo, muestran que la aeronave, llamada Eagle1, era un Beech King Air 350, un avión de vigilancia alquilado por Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas creada en 2004. Unas tres horas después, apareció un barco por el horizonte. “A medida que se acercaba, distinguimos franjas negras y verdes de la bandera”, contaba Soumahoro. “Todos comenzaron a llorar y a llevarse las manos a la cabeza: ‘¡Mierda, es libio!’”.

La embarcación era un buque patrulla Vittoria P350, fabricado con acero, fibra de vidrio y Kevlar. Era uno de los buques que la UE había inaugurado en octubre del año anterior. Golpeó la embarcación de los migrantes tres veces y les ordenó que subieran a bordo del buque por la escalera. Los migrantes fueron conducidos de nuevo a tierra, donde les subieron a autobuses que los llevarían a la cárcel de Al Mabani.

En la actualidad hay unos 15 centros reconocidos, de los cuales Al Mabani es el más grande.

Cuando llegué a Libia, los funcionarios del gobierno me prometieron que me permitirían seguir a una unidad de la Guardia Costera y visitar la cárcel. Pero tras intentarlo durante varios días, quedó claro que no iba a pasar ninguna de las dos cosas. Un día a última hora de la tarde fui con mi equipo a un discreto callejón situado a unos 30 kilómetros del centro de detención. Lanzamos un dron con video y lo volamos sobre el patio de Al Mabani a una altura suficiente para que no lo detectaran los guardias. En la pantalla, vimos cómo los guardias preparaban a los migrantes después de comer para conducirlos de vuelta a sus celdas. Unos 65 presos estaban sentados en una esquina del patio, apretujados e inmóviles, con la cabeza gacha, las piernas dobladas y las manos posadas en la espalda del de enfrente. Cuando uno de los migrantes miró hacia otro lado, un guardia le dio en la cabeza.

Cuando llamé a Al-Ghreetly, director de la cárcel de Al Mabani, y le pregunté sobre las denuncias de maltrato, respondió con brusquedad “Aquí no se maltrata a nadie” y me colgó.

Mientras esperaba la llegada del Ramadán, Candé encontró maneras de pasar el tiempo sentado en su celda: intentó aprender árabe con Luther y jugaba al póker. Este relató en su diario una protesta de las reclusas: “Están sentadas en ropa interior porque también exigen que las liberen”, escribió.

Hacia finales de marzo, los guardias les comunicaron que no liberarían a nadie por Ramadán. “Así es la vida en Libia”, escribió Luther. “Tendremos que seguir teniendo paciencia para disfrutar de nuestra libertad”. Pero Candé estaba destrozado. Cuando lo detuvieron por primera vez, consiguió que la Guardia Costera no le confiscara el teléfono móvil. Lo había escondido, preocupado de que, si lo pillaban, lo castigarían con severidad. Sumido en la desesperación, decidió correr el riesgo de enviar un mensaje de voz por WhatsApp a sus hermanos para explicarles la situación, y les suplicó que intentaran hablar con su padre. Luego aguardó, con la esperanza de que reunieran de alguna manera el rescate.

El general Al-Mabrouk Abdel-Hafiz, supervisor del Directorio de la Lucha contra la Migración Ilegal del Gobierno de Unidad Nacional, admitió que las condiciones en las cárceles son brutales.

A las dos de la madrugada, un fuerte ruido procedente de la celda 4 despertó a Candé. Varios presos sudaneses intentaban abrir la puerta principal para escapar. A Candé le preocupaba que los demás presos recibieran castigos por su culpa y despertó a Soumahoro, quien, junto a otros doce compañeros de celda, se enfrentó a los sudaneses. “Intentamos escapar varias veces”, les explicó Soumahoro, “pero nunca funciona... y al final nos dan una paliza”. Como los sudaneses no entendían razones, Soumahoro le pidió a Candé que alertara a los guardias, que maniobraron un camión de arena para aparcarlo contra la puerta de la celda, bloqueándola por completo.

A continuación los sudaneses arrancaron las tuberías de la pared del baño y amenazaron con ellas a quienes habían intervenido. Los dos grupos empezaron a arrojarse objetos: zapatos, baldes de plástico, botellas de champú, trozos de cartón yeso. Algunos migrantes pedían ayuda, gritando: “¡Abran la puerta!”. Pero los guardias se reían y aplaudían, filmando la pelea con sus teléfonos como si fuera un partido en una jaula. “Sigan luchando”, dijo uno mientras metía botellas de agua a través de la rejilla para mantenerlos hidratados.

A las cinco y media de la madrugada los guardias se fueron y regresaron con rifles semiautomáticos. Sin previo aviso, comenzaron a disparar contra la celda a través de la ventana del baño durante diez minutos seguidos. “Aquello parecía un campo de batalla”, me contó Soumahoro. A Candé, que se había estado escondiendo en la ducha durante la pelea, le dispararon en el cuello. Se tambaleó a lo largo de la pared, manchándola de sangre, y luego cayó al suelo. Soumahoro intentó frenar la hemorragia con un trozo de tela. Diez minutos después Candé murió.

La ley libia establece que los extranjeros no autorizados pueden permanecer detenidos indefinidamente sin derecho a un abogado. No hace distinción entre refugiados económicos, solicitantes de asilo y víctimas del tráfico ilegal.
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El domingo 23 de mayo, poco antes de las ocho de la tarde, estaba sentado en el hotel hablando por teléfono con mi mujer, que se encontraba en Washington DC, cuando escuché un golpe en la puerta. Al abrir, una docena de hombres armados irrumpieron en la habitación y apuntándome con una pistola en la frente me gritaron: “¡Tírate al suelo!”. Me encapucharon y me dieron una paliza: me patearon, me golpearon y pisotearon la cabeza. Me dejaron con dos costillas rotas, sangre en la orina y los riñones dañados. Luego me sacaron a rastras de la habitación.

En ese momento, mi equipo se dirigía a cenar en las inmediaciones de nuestro hotel. Una camioneta blanca chocó con un automóvil que estaba frente a ellos, bloqueando la carretera, y media docena de hombres enmascarados y armados con semiautomáticas saltaron del vehículo. Sacaron al conductor de la camioneta y lo golpearon con una pistola. Y a mis colegas les vendaron los ojos y se los llevaron. Nos condujeron a todos a la sala de interrogatorios de una cárcel clandestina, donde fui golpeado de nuevo en la cabeza y en las costillas.

Más tarde, a través de imágenes de satélite, descubriría que estábamos encerrados en una pequeña cárcel secreta a 700 metros de la embajada italiana. Nuestros captores nos dijeron que formaban parte del “Servicio de Inteligencia Libia”, que en teoría es una agencia del Gobierno de Unidad Nacional, el régimen reconocido por la ONU que también supervisa Al Mabani, pero que está dirigido por la milicia Brigada Al-Nawasi.

Al-Nawasi Detention Site, July 12, 2021, Satellite Imagery, via Google Earth Pro
Fotograma del sitio de la milicia de Al-Nawasi donde Ian Urbina y su equipo estuvieron detenidos. Imagen satelital del sitio el 22 de mayo de 2021, el día antes de que el equipo fuera detenido.The Outlaw Ocean Project

Me encerraron en una celda de aislamiento, en la que había un inodoro, una ducha, un colchón de espuma tirado en el suelo y una cámara montada en el techo. Todos los días me llevaban a una sala donde me interrogaban hasta cinco horas seguidas. “Sabemos que trabaja para la CIA”, me decía uno de ellos. “Aquí en Libia, el espionaje se castiga con la muerte”. A veces, ponían una pistola en la mesa o me apuntaban a la cabeza.

Mi mujer, que había escuchado a través del teléfono el inicio de mi secuestro, alertó al Departamento de Estado. Junto con el servicio diplomático holandés, presionaron al presidente del Gobierno de Unidad Nacional libanés para que nos liberasen. Después de tenernos cautivos durante cinco días, la milicia accedió a dejarnos marchar. Nos pidieron que firmáramos documentos de “confesión” escritos en árabe con membrete del “Departamento de la Lucha contra la Hostilidad”. Cuando preguntamos qué decían los documentos, se rieron.

En las semanas posteriores a la muerte de Candé, los presos liberados corrieron rápidamente la voz sobre lo ocurrido. La información llegó a oídos de Ousmane Sane, el representante consular no oficial de Guinea Bissau en Libia, de 44 años. Sane fue con Balde, el tío de Candé, a la comisaría de policía que está cerca de Al Mabani, donde les entregaron una copia del informe de la autopsia. En los días siguientes, se movieron por Trípoli para saldar las deudas de Candé, en las que había incurrido ya muerto: 166 euros por la estancia en el hospital, 16 euros por la sábana blanca y la ropa de entierro, 209 por el nuevo entierro.

La familia de Candé se enteró de su muerte dos días después. Samba, su padre, me confesó que apenas podía dormir ni comer: “La tristeza me pesa mucho”. Hava, su mujer, ya había dado a luz por tercera vez, a una niña llamada Cadjato que ahora tiene dos años, y me dijo que no se volvería a casar hasta que no se le agotara el llanto. “Mi corazón está roto”.

Ian Urbina, periodista de investigación y director de The Outlaw Ocean Project, una organización periodística sin ánimo de lucro con sede en Washington DC que se dedica a investigar y a contar los crímenes contra los derechos humanos y medioambientales que ocurren en los océanos